para N. Altamirano y C. Wall “Toda la montaña era dura: su cara dura, sus curvas duras, su antiguo corazón, de una matriz fogosa, duro. Decían que su alma era dura porque lo de su madre era rocosa. Pero quien soy yo para hablar de sus secretos femeninos y olvidados. Soy minero; excavo; cavo; y he encontrado en los huecos en donde el sol nunca ha mirado sola nada, una falta. Sí, sí, usted tiene razón. Hay allí venenosas venas de estaño. Pero, Señor, mire, mire mis manos rotas. Tóquelas. ¿Siente la diferencia? Las suyas blancas, suaves como carne angélico. ¿Las mías? Son duras y rocosas. Son como un niño cuya madre nunca la ha pedido lavárselas. Tienen manchas de sangre que no puedo borrar ni esconder ni recordar cómo las he obtenido. Pero, no puedo olvidar tampoco. Esto…ja ja ja…esto es su chiste. Usted sabe que ella le encantan bromas. He trabajado a ella, en su profundidad he cambiado su forma. Y ella me ha trabajado mi profundidad; mis manos ya son como su cara, como sus curvas, como su antiguo corazón: duras. Mi alma ya, si no he la dejado en ella, es rocosa. Pero no voy a quejarme. ¿Cómo puedo? Los muertos, si quieran, pueden quejarse. Pero todavía tengo mis labios, y ahora ellos conocen el negro más negro que el negro de la oscuridad de sus cavernas. Ellos son solo más sacrificios que ella siempre ha aceptado desde las Incas. Poco cambia. Pero no voy a quejarme. Como carbón bajo mucha presión, mi vida sea aplastada o transformada. Pero no sé que sea mi fin. Sé lo de la montaña, de aquella reina de tierra y de hombre: no hay.”